David fue el segundo rey de Israel, después de Saúl. Reinó durante 40 años y fue uno de los mejores reyes que tuvo el pueblo de Dios.
Dios había confirmado a David en el trono de Israel y todos los hebreos estaban felices de tenerlo como rey. Además, ya había sometido a la mayoría de los países palestinos. Todo le iba bien a David.
Cierto día, su ejército había ido a la guerra. Por lo general, David iba con ellos; pero esta vez decidió quedarse en su palacio, a descansar y relajarse. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, era el rey. Después de una buena siesta, David subió a la terraza del palacio. Le encantaba la vista panorámica de Jerusalén que tenía desde allí.
De repente, sus ojos ociosos se enfocaron en una mujer que se estaba dando un baño, y automáticamente la deseó. Luego de indagar quién era, la hizo traer y tuvo sexo con ella, sin importarle que era la esposa de uno de sus soldados más leales.
Nada bueno sucede cuando tomamos decisiones guiados por nuestras hormonas, las cuales suelen anular nuestras neuronas, y llevarnos a actuar por puro instinto animal.
Pasados algunos días, Betsabé le avisó al rey que estaba embarazada, así que inmediatamente David ideó un plan para tapar su pecado: Mandó traer al esposo de Betsabé de la batalla, para que durmiera con su esposa.
El “problema” fue que Urías era un leal soldado del rey, y se negó a ir a su casa, comer y dormir con su esposa, sabiendo que sus compañeros estaban en el campo de batalla. ¿Qué hizo David entonces? Envió de vuelta a Urías, y le entregó una carta para el comandante del ejército, la cual decía que debía ponerlo al frente de batalla y que debían dejarlo sólo, para que muriera. Así se hizo, Urías murió y David tomó a Betsabé como a una de sus esposas.
Apenas podemos reconocer a David, ejecutando estos actos aberrantes y desvergonzados, ya que él no era así. Es que el pecado sexual nos enceguece y nos lleva a hacer estupideces.
Aquí, el “gran rey David”, nos muestra una faceta muy humana, cediendo ante la tentación sexual, la cual es una de las más seductoras y difíciles de vencer. En un momento de descuido, David cometió una serie de pecados horrendos: adulterio, engaño y asesinato. Cada uno para tapar el anterior.
Pasaron varios meses, y por alguna razón David no se había arrepentido. Seguía enceguecido. Por eso, Dios envió al profeta Natán para confrontar a David con su pecado. Al instante, David reconoció su pecado, y Dios lo perdonó.
Luego de esta experiencia, David escribió: “Lávame de la culpa hasta que quede limpio y purifícame de mis pecados… Purifícame de mis pecados, y quedaré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve… No me expulses de tu presencia y no me quites tu Espíritu Santo… Perdóname por derramar sangre…” (Salmo 51, NTV)
Aun a pesar de sus pecados, Dios dijo que David era un hombre conforme a su corazón. Y no sólo eso, sino que hizo de él un referente como rey, quien hizo lo recto ante sus ojos.
¿Por qué haría Dios exaltaría tanto a una persona que cometió pecados tan serios? Porque Dios es un Dios “lento para la ira y grande en misericordia.”
David se arrepintió de corazón por los pecados que cometió, y Dios lo perdonó. Así es como funciona la gracia.
Nosotros también solemos pecar contra Dios y ofenderlo. Es entonces cuando debemos hacer lo mismo que hizo David: arrepentirnos de corazón y confesar nuestros pecados a Dios.
Hay un dicho popular que dice “Errar es humano, perdonar es divino”. La Palabra nos enseña que, sí, errar es muy humano, pero también lo es arrepentirse. Ahí está la clave, no en que no pequemos nunca, sino en que seamos rápidos y sinceros en arrepentirnos.
1 Juan 1:9 dice “Si confesamos nuestros pecados a Dios, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.”
No hay pecado tan grande que Dios no esté dispuesto a perdonar.
Billy e Inés Saint
Extraído del libro: “Más humanos de lo que quisiéramos”
https://bibliaparalavida.com/prod/mas-humanos/