Ana era una mujer sencilla. No fue una profetiza, guerrera, ni alguien de influencia. Sin embargo, su vida nos deja lecciones valiosísimas de fe.
Ana y Elcana se habían casado, como cualquier pareja, con el deseo de formar una familia, tener muchos hijos, verlos crecer, acompañarles en las diferentes etapas de su vida. Ana soñaba con eso.
Sin embargo, los años pasaban y Ana no quedaba embarazada. Su única razón para tener intimidad sexual era concebir. Ya no le interesaba el placer sexual; el único placer que quería sentir era el de ser madre.
Ana se sentía sumamente impotente. No había nada que ella o su esposo pudieran hacer. Habían consultado a todos los médicos conocidos, ¡incluso a las ancianas del pueblo! pero no había remedio para Ana. Nada que hiciera podía revertir su esterilidad.
Anhelar con toda el alma ser madre y no poder serlo, sin duda es causa de frustración, angustia y depresión. Así se sentía Ana.
Después de muchos años de impotencia, enojo y tristeza, a causa de su esterilidad, Ana tomó una actitud diferente. En vez de dejarse llevar por la tristeza y seguir llorando, “se levantó y fue a orar”.
Levantarse (o arrodillarse) y orar. Algo tan sencillo, que cualquiera puede hacer en cualquier lugar. La oración tiene el potencial de cambiarlo todo.
Ana oró a Dios desde su angustia, su dolor y su amargura. En su impotencia, derramó su alma delante del Señor. No se guardó nada. Todo lo que sentía se lo expresó a Dios aquel día.
En el salmo 142:2, el rey David declaró “Delante de él expondré mi queja; delante de él manifestaré mi angustia.”
Es que cuando estamos en aflicción, ¿de qué valen las oraciones ceremoniosas, repetitivas y religiosas? No es momento para diplomacia: es momento para sinceridad. Dios valora y espera nuestra sinceridad en nuestra manera de dirigirnos a él.
Pero Ana no sólo se quejó y lloró. Después de haber expresado toda su angustia y haber derramado todo su dolor en la presencia de Dios, Ana le hizo una promesa a Dios: Si él le daba un hijo, entonces ella se lo devolvería como una ofrenda de gratitud.
Luego de haber pasado un buen rato orando en la presencia de Dios, Ana recibió paz de inmediato, y esa paz hizo que la tristeza desapareciera.
Al regresar a su casa, Elcana y Ana tuvieron nuevamente intimidad, y esta vez Ana concibió y dio a luz un hijo varón, al cual llamó Samuel, que significa “pedido a Dios”.
La oración siempre resulta. A veces Dios nos cambia a nosotros, en nuestro interior, y otras veces cambia las circunstancias, a nuestro alrededor.
Listo, Ana ya tenía lo que por tantos años había anhelado. Estaba cargando al pequeño Samuelito en sus brazos. Dios había cumplido con su parte del trato propuesto por Ana. Ahora faltaba que ella cumpliera con el suyo… Pero… ¿lo haría? ¿Realmente se desprendería del hijo que por tanto tiempo anheló?
¡Qué fácil y cuán común es hacer promesas, en un momento de desesperación, y luego no cumplirlas!
Sí, Ana cumplió con su promesa. Apenas el pequeño Samuel tuvo edad suficiente como para no depender de su mamá, Ana lo llevó al sacerdote para que sirviera en el tabernáculo.
¡Podemos imaginarnos lo difícil que habrá sido para Ana desprenderse de su amado hijito! Aunque Ana amaba a su hijo, amaba más a Dios.
Ya es una historia maravillosa, ¿cierto? ¡Pero no termina ahí! La Biblia dice que “el Señor bendijo a Ana, y ella concibió y dio a luz tres hijos y dos hijas”. ¡Wow! ¡Esto sí que ninguno se lo esperaba! Dios le dio a Ana cinco hijos más, además de Samuel.
Ana fue muy humana en expresarle a Dios toda su angustia e impotencia; y Dios se mostró “muy divino”, al tratarla con misericordia y bendecirla más allá de lo que se imaginaba.
La impotencia de Ana se desvaneció ante la omnipotencia de Dios.
No tengamos temor de mostrarnos “demasiado humanos” ante Dios, porque él no espera otra cosa de nosotros. De hecho, puede ser justamente eso lo que Dios está esperando para intervenir en nuestra vida.
Billy e Inés Saint
Extraído del libro: “Más humanos de lo que quisiéramos”