Cada 8 de diciembre, en todo el territorio argentino, se conmemora el «Día de la Virgen», establecido por el Papa Pío IX, en 1854, como una de las festividades más importantes para la Iglesia Católica.
María era una jovencita hebrea, como cualquier otra, «perdida» en la pequeña ciudad de Nazareth. Al menos, era así hasta el día en que tuvo aquel sobrenatural y totalmente inesperado encuentro con el ángel Gabriel. Tampoco pertenecía a una familia adinerada, con poder político o de influencia religiosa.
Dice la Biblia que, para ese momento, María estaba comprometida con José, así que seguramente estaban preparándose para casarse en los siguientes meses.
Las mujeres en oriente, especialmente en tiempos bíblicos, solían casarse muy jovencitas. Por lo que creemos que María era tan sólo una adolescente cuando el ángel se le presentó con aquel extraño saludo: «¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres.»
Como cristianos, amamos a María, la honramos y la valoramos muchísimo.
Entre miles de chicas, Dios la escogió a ella para ser quien concibiera, diera a luz y criara a nada más ni nada menos que al Salvador del mundo.
De las muchas virtudes que María tenía, había una que era indispensable e innegociable para concebir al Mesías: era virgen. Había sabido guardarse en santidad y esperar hasta el matrimonio.
En la religión hebrea, la fornicación era un pecado que tenía un solo castigo: muerte por lapidación. ¡Una muerte horrible! Pero si por alguna razón llegara a zafar del juicio religioso, aun le quedaba enfrentar el «juicio público», al convertirse en blanco de las críticas y el menosprecio del pueblo.
Sin embargo, aunque estaba aterrada y no entendía muy bien qué sucedía, María le dijo al ángel, sin dudar un segundo: “Soy la sierva del Señor, hágase como el Señor ha dicho”. ¡Qué gran lección nos deja esta jovencita!
María demostró ser una mujercita valiente y decidida, quien supo conservarse pura y poner la voluntad de Dios por sobre la suya. Por eso amamos y honramos a María.
En la Biblia no hay razones por las cuales debemos adorarla, pero eso no quita que la valoremos y reconozcamos como a una mujer extraordinaria, a quien Dios escogió, y quien fue fiel en su ministerio tan particular y sin precedentes.
Así que damos gracias a Dios por María y por el ejemplo de consagración y entrega que nos dejó.
Extraído del libro 101 Meditaciones bíblicas de la vida cotidiana